Jura de la bandera

Es difícil expresar el sentimiento de ser extranjero. Uno trae la marca del idioma, la cultura, la idiosincrasia propia del país de origen y por lo tanto es necesario hacer el esfuerzo de adaptarse al nuevo lugar. Arribé a un país con características muy diferentes, a pesar de ser en el mismo continente y relativamente cercano. Quedé fascinada con su vegetación, sus colores vibrantes, su música alegre, su idioma nativo. En una palabra, me sentí sudamericana. Nací en un país, que mira hacia Europa, sin indígenas, con cultura de mezcla de gauchos e inmigrantes y pertenezco a una generación privilegiada, fruto de la bonanza de un país que supo invertir en educación, salud, leyes sociales, etc. Dos países cercanos con realidades tan diferentes, con contrastes sociales muy fuertes, con ínfimo desarrollo urbanístico y estratificación social que golpeaba mi fibra más íntima y me cuestionaba. Al dejar mi país, abandoné todo proyecto de desarrollo personal para dedicarme a la educación de mis hijos. Pero necesitaba sentirme parte de la comunidad, lo encontré en la parroquia donde asistía los domingos. Allí me sentí parte de una sociedad más justa e igualitaria. Luego en mi vocación por la familia y la educación, recorrí colegios, charlas, hasta el senado, luchando por el derecho a la vida y a la patria potestad de los padres. Obviamente, que donde he tenido mejor y mayor responsabilidad ha sido en la educación de mis hijos y el resultado es ser testigo del amor que tienen por su país y la fortaleza que ponen, cada uno en su ambiente, apostando por su desarrollo y el de su pueblo. Hoy, viendo a una de mis nietas portar la bandera nacional, que me llena de orgullo, diviso escondido el dejo “celeste” que quise imprimir en mis hijos para que brille aún más el rojo, blanco y azul.